miércoles, 17 de julio de 2013

ALIAS GINGER

En la peluquería

Hoy decidí acompañar a mi madre a que le tiñan el cabello. Fuimos a una pequeña peluquería de la Av. Angamos, en Surquillo, cercana a casa. Nos animamos a entrar porque estaba atendiendo la peluquera que conocemos hace mucho, y porque ella siempre nos hace un precio especial.

Al sentarme en el sillón que queda frente a los asientos donde están las clientas que son atendidas, vi una rubia cabellera que caía casi hasta el suelo. La estaban cepillando. Luego, la curiosidad me indicó el camino y pude observar, a través del espejo, la cara de la que era atendida. Ella también posó sus ojos en mí, pero luego de unos segundos me incomodó la insistencia de su mirada. Sobre todo por la presencia de mamá, aunque ella, inocente por completo, no se dio cuenta nunca de lo que ocurrió en esos momentos.

Era una mujer de muy buen cuerpo, el centímetro de raíz negra que asomaba en su cabeza delataba lo artificial del color amarillo tirando casi a blanco de su pelo. Sus facciones acholadas le terminaban dando el aspecto poco sensual que trataba, a duras penas, de ocultar. Pero, cuando se puso en acción, todo su profesionalismo salió a flote.

Sí, definitivamente se dedicaba a eso. Tanto así que apenas me senté y levanté la cara hacia ella, inmediatamente detectó mi naturaleza. De mirarme pasó a actuar brillantemente, tanto que no supe qué cara poner.

Ginger, así quiero llamarla, daba jaloncitos al apretadísimo polo que dejaba ver sus bien despachados senos. Jugueteaba con su lengua y labios de una manera extremadamente provocativa, casi parecía decir: «con esto te puedo hacer ver las estrellas». Luego, volvía a clavarme su mirada haciendo oídos sordos a la música estruendosa que había puesto la peluquera, pues pertenece a la Iglesia Evangélica, o mejor llamada «cristiana», título que han hecho suyo los de su feligresía.

Resultaba contraproducente que en tan diminuto espacio, donde chillaba el coro ensordecedor de la música «cristiana», se mezclara la voluptuosidad de aquella fémina que necesitaba conseguir clientela para llevar al hotel que quedaba a tan solo media cuadra, el usual centro de operaciones de ella y sus compañeras.

Al rato apareció una mujer un tanto mayor, con un niño de aproximadamente 3 años. Esta era entrada en carnes, y estaba mal trajeada, en comparación con Ginger. Se pusieron a conversar hasta que terminaron el cepillado, pero antes de salir la «rubia» se despidió de mí con otra larga y fulminante mirada.

Desde aquí rindo un homenaje a estas trabajadoras del placer, poseedoras de un amplio y sensitivo radar que encuentra clientes en cualquier lugar, sabias que fácilmente «dan en el clavo» con respecto a la naturaleza escondida de los que están cerca.

Me quito el sombrero ante ti, Ginger y demás hierbas.


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