domingo, 21 de julio de 2013

UN AÑO NUEVO MOVIDO

Feliz Año Nuevo

Otro año más que se iba, y otro que iniciaba. Muchos, en esas circunstancias, ya sabían cómo y con quién pasarían la noche; otros tantos, como yo, tendrían el plan recién el 31 de diciembre.

Nunca me hice problemas con esto de pasar las últimas horas del año. Ahora que digo esto viene a mi mente el recuerdo de una noche igual a la que vendrá dentro de unos meses, de esas especiales porque marcan el término de un año.

Sucedió cuando era universitaria. Ella llamó a casa —en esa época no había celulares, créelo— y me preguntó si ya tenía qué hacer por la noche. Era una de tantas amigas, compañeras de estudios; no habíamos pasado mucho tiempo juntas, es decir, no éramos ‘carne y uña’.

Al enterarse que no sabía lo que haría, me dijo: «Vente a mi casa, pues, que yo sí tengo una fiesta». Así que estuve en su departamento desde temprano. Decidimos comprar cervezas. Al cabo de una hora, más o menos, estábamos bien felices. Muchas botellas vacías adornaban la sala. De repente, no sé cómo, estábamos en una sola silla, besándonos. Por supuesto, la pata de esta se rompió y caímos. Fue muy gracioso y excitante.

La cuestión es que yo, en esa época, no desperdiciaba ningún momento para tomar como loca y emborracharme. Cosas de la universidad, de los amigos, de las fiestas, pero sobre todo del alma. Y es que traía conmigo un problema que no me dejaba vivir tranquila, un amor imposible que yo quería, siempre, hacer posible.

No sé en qué momento mi amiga y yo terminamos en su cama. Hicimos el amor con pasión y ella, asombrada y complacida, me dijo que superaba a su amante, un chico, en el arte del amor. Me llené de orgullo, y cómo no.

A partir de ese hecho, cuando hablábamos sin testigos, le preguntaba por "mi hijo", ya que poco después ella se enteró que estaba embarazada.

Luego de estar juntas, ese último día del año, fuimos a la fiesta. Compré, como todo el mundo, mi derecho a la cena; y me dieron un boleto que guardé en el bolsillo trasero de mi jean, que al día siguiente encontré. Jamás comí nada, y es que el trago corría como agua esa noche. Todos los que estábamos en la casa no podíamos ni ver, pocos estábamos de pie.

Recuerdo que los chicos bailaban conmigo y solo trataban de besarme. De repente, me di cuenta que en el piso yacía uno de ellos, al que casi pisé mientras me movía al compás de la música. Luego, con la ayuda de otros, lo cargamos y pusimos en un sofá. A ese nivel de alcohol estaba la reunión.

Y claro, yo que siempre llamaba a mi casa para avisar donde estaría —y que mi papá fuera a recogerme—, no calculaba la cantidad de cerveza que debía tomar ni que él llegaría, siempre, y sería testigo del estado en el que me encontraba.

Así pasó; papá me recogió y yo, entre nubes alcoholizadas, lograba verlo, parado a la puerta, esperando a que salga. Su rostro era el que me gritaba, porque él jamás tuvo una palabra de desaprobación. «Era un gran tipo, mi viejo».

Ella y yo nos juntamos una vez más, en casa de una amiga en común. Esta hizo fiesta y el grupo de la universidad estuvo allí. En medio de la reunión, ella me buscó y me jaló hacia el garaje, ante mi asombro. Allí me empezó a besar y a decir que me extrañaba. Le hice el amor de pie, entre el auto y la pared, mientras todo el grupo bailaba y tomaba.

Ese chico, que ya es un hombre, me conoció desde antes de nacer, dos veces.

Nunca sabré si ella me sigue queriendo. Solo sé que ahora, con la inmediatez de la comunicación y las redes sociales, estamos conectadas. Pero muy superficialmente, porque ella parece tenerme miedo. Y no sé por qué. Al final, creo que tiene miedo de sí misma. ¿Y yo? Bueno, para mí será una amiga querida siempre; con la que comparto recuerdos, gratos y no tanto, y que si me necesita nunca dejaré de estar presente.

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