Todavía recuerdo los angustiantes años que vivimos todos los peruanos por la escalada de terror impuesta por los senderistas en todo el país. Nadie se salvó, ni hombres, mujeres, niños o ancianos. Muchos sufrimos la pérdida de seres queridos o fuimos mudos testigos de los salvajes y crueles resultados de un coche-bomba.
Me parece ayer y puedo ver, claramente, el «rostro» que más parecía un hueco ensangrentado donde no existían ojos, nariz o boca, ni hablar de orejas, de una humilde vendedora de Miraflores que, desafortunadamente, se encontraba muy cerca de Tarata cuando explotó un auto. De su brazo derecho colgaba una canasta que todavía mostraba su mercancía: galletas, cigarrillos, y demás.
Ese día manejaba mi VW escarabajo por Benavides, y se me ocurrió parar en una playa de estacionamiento para comprar el refrigerio que llevaría al trabajo, al día siguiente. Entré con mi hermana y su hijo a la tienda (lo que hoy es Vivanda), quien, como adolescente incomprendido, quiso quedarse en el auto, pero lo obligué a acompañarnos, felizmente.
Lo demás es una crónica conocida por todos los que vivimos esa época: se escuchó dos explosiones, muy fuertes, al poco tiempo de estar en la tienda. No sabíamos qué sucedía porque, al adelantarnos, vimos que había mucha gente cortada debido a que las paredes de vidrio habían estallado y una persona de seguridad, parada frente a los que queríamos salir, nos ordenaba agacharnos y no movernos. Por un momento pensé que era un asalto, pero, después, al ver la sangre, oír muchos gritos, y comprobar que un muchacho buscaba infructuosamente su pierna derecha que se había esfumado al momento de la explosión, supe que era uno más de los atentados terroristas que azotaban al país casi diariamente.
No lo pensé mucho, me puse de pie y caminé rápidamente hacia la entrada, gritando a mis seres queridos que me siguieran.
Afuera todo era oscuridad, solo las luces de los autos y la luna iluminaban el panorama terrible de un Miraflores atacado.
Rápidamente en mi mente pude ver el panorama que me había recibido: imágenes de padres llevando en hombros a sus pequeños hijos, ancianos, hombres, mujeres y niños que paseaban y visitaban la tienda, porque era temprano y el calor hacía salir de la casa a todos. ¿Qué habría pasado con ellos?
Mis zapatos caminaron por entre los vidrios que sembraban todo el camino hacia la playa, «mi carro... seguro que ya no existe», me decía, mientras pasaba por las ruinas de los edificios en Tarata y veía a varias personas paradas y dando vueltas en sus departamentos, como tratando de creer que ya no existían las paredes.
Por fin, llegamos a la puerta del estacionamiento, pero no era fácil pasar porque justo allí había un carro grande con el capó abierto y en su interior nada, vacío. El motor había sido arrancado por una fuerza descomunal y estaba en la vereda, junto a él, un muchacho enternado yacía sobre un charco de sangre. Tuvimos que caminar por encima de él para llegar hasta mi escarabajo que, gracias a la buena fortuna, había estacionado lejos de la entrada y detrás de una pared que amortiguó la onda expansiva de la bomba. Solo se había entreabierto la puerta derecha.
Al llegar me di cuenta que un grupo de muchachos de 20, 23 años, hablaban gritando por el nerviosismo que los embargaba alrededor de su automóvil. No entendía cómo podían estar allí, de pie, sin irse de ese lugar.
De pronto, me percaté de un lamento, una voz de hombre se quejaba cancinamente. Me di cuenta que era alguien, muy alto, que venía caminando despacio, desde la puerta que da a Schell. Su silueta iluminada por la luna mostraba que traía cargando algo, pero solo se veía la sombra. Me quedé mirando y no subí a mi VW.
Hasta que el hombre se acercó lo suficiente y pude ver su cargamento: eran sus entrañas. Él se paró al lado de uno de los muchachos y se quejó. Ninguno de ellos se había percatado del grito de aquel ser humano que cargaba sus intestinos, estómago... ¡todo! A él sí lo abrió la onda expansiva.
El joven, al verlo, pegó un grito que me hizo reaccionar. Nos metimos al auto y no me importó que todo estuviera lleno de vidrios, me dije: «aunque sea sin llantas y sobre los aros llego a casa». Nada me detuvo, ni siquiera la alucinante presencia de dos hombres en la puerta que me pidieron mi tiquet de entrada.
Así fue mi experiencia y no deseo que nadie la viva. Por eso, espero que lo de Movadef sea solo una broma de mal gusto. Sendero Luminoso y todas las agrupaciones que han asesinado cruelmente deben ser erradicadas, eliminadas del Perú para que sea un país con paz y esperanzas.
Me parece ayer y puedo ver, claramente, el «rostro» que más parecía un hueco ensangrentado donde no existían ojos, nariz o boca, ni hablar de orejas, de una humilde vendedora de Miraflores que, desafortunadamente, se encontraba muy cerca de Tarata cuando explotó un auto. De su brazo derecho colgaba una canasta que todavía mostraba su mercancía: galletas, cigarrillos, y demás.
Ese día manejaba mi VW escarabajo por Benavides, y se me ocurrió parar en una playa de estacionamiento para comprar el refrigerio que llevaría al trabajo, al día siguiente. Entré con mi hermana y su hijo a la tienda (lo que hoy es Vivanda), quien, como adolescente incomprendido, quiso quedarse en el auto, pero lo obligué a acompañarnos, felizmente.
Lo demás es una crónica conocida por todos los que vivimos esa época: se escuchó dos explosiones, muy fuertes, al poco tiempo de estar en la tienda. No sabíamos qué sucedía porque, al adelantarnos, vimos que había mucha gente cortada debido a que las paredes de vidrio habían estallado y una persona de seguridad, parada frente a los que queríamos salir, nos ordenaba agacharnos y no movernos. Por un momento pensé que era un asalto, pero, después, al ver la sangre, oír muchos gritos, y comprobar que un muchacho buscaba infructuosamente su pierna derecha que se había esfumado al momento de la explosión, supe que era uno más de los atentados terroristas que azotaban al país casi diariamente.
No lo pensé mucho, me puse de pie y caminé rápidamente hacia la entrada, gritando a mis seres queridos que me siguieran.
Afuera todo era oscuridad, solo las luces de los autos y la luna iluminaban el panorama terrible de un Miraflores atacado.
Rápidamente en mi mente pude ver el panorama que me había recibido: imágenes de padres llevando en hombros a sus pequeños hijos, ancianos, hombres, mujeres y niños que paseaban y visitaban la tienda, porque era temprano y el calor hacía salir de la casa a todos. ¿Qué habría pasado con ellos?
Mis zapatos caminaron por entre los vidrios que sembraban todo el camino hacia la playa, «mi carro... seguro que ya no existe», me decía, mientras pasaba por las ruinas de los edificios en Tarata y veía a varias personas paradas y dando vueltas en sus departamentos, como tratando de creer que ya no existían las paredes.
Por fin, llegamos a la puerta del estacionamiento, pero no era fácil pasar porque justo allí había un carro grande con el capó abierto y en su interior nada, vacío. El motor había sido arrancado por una fuerza descomunal y estaba en la vereda, junto a él, un muchacho enternado yacía sobre un charco de sangre. Tuvimos que caminar por encima de él para llegar hasta mi escarabajo que, gracias a la buena fortuna, había estacionado lejos de la entrada y detrás de una pared que amortiguó la onda expansiva de la bomba. Solo se había entreabierto la puerta derecha.
Al llegar me di cuenta que un grupo de muchachos de 20, 23 años, hablaban gritando por el nerviosismo que los embargaba alrededor de su automóvil. No entendía cómo podían estar allí, de pie, sin irse de ese lugar.
De pronto, me percaté de un lamento, una voz de hombre se quejaba cancinamente. Me di cuenta que era alguien, muy alto, que venía caminando despacio, desde la puerta que da a Schell. Su silueta iluminada por la luna mostraba que traía cargando algo, pero solo se veía la sombra. Me quedé mirando y no subí a mi VW.
Hasta que el hombre se acercó lo suficiente y pude ver su cargamento: eran sus entrañas. Él se paró al lado de uno de los muchachos y se quejó. Ninguno de ellos se había percatado del grito de aquel ser humano que cargaba sus intestinos, estómago... ¡todo! A él sí lo abrió la onda expansiva.
El joven, al verlo, pegó un grito que me hizo reaccionar. Nos metimos al auto y no me importó que todo estuviera lleno de vidrios, me dije: «aunque sea sin llantas y sobre los aros llego a casa». Nada me detuvo, ni siquiera la alucinante presencia de dos hombres en la puerta que me pidieron mi tiquet de entrada.
Así fue mi experiencia y no deseo que nadie la viva. Por eso, espero que lo de Movadef sea solo una broma de mal gusto. Sendero Luminoso y todas las agrupaciones que han asesinado cruelmente deben ser erradicadas, eliminadas del Perú para que sea un país con paz y esperanzas.
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